Moustafa Bayoumi[2]
“Estados Unidos no es perfecto”
Si la película The Siege [Estado de sitio
en español] proyecta la idea de que un afroamericano salvará a la nación,[3]
The Kingdom [La sombra del reino en español] emplea este recurso
aún mejor. En este caso, el imperio estadounidense también cuenta con su “gran
esperanza negra”. En The Kingdom, los terroristas atacan un complejo
estadounidense en Riad. El FBI está deseando investigar la matanza, pues dos de
los suyos son asesinados en ella. Sin embargo, los políticos de Washington se
lo impiden en un principio.[4]
Al fiscal general le preocupa que la presencia estadounidense en territorio
saudí pueda enojar a los musulmanes, pero, como en The Siege, el FBI
está al margen de las sucias maquinaciones del mundo político y representa la
honestidad estadounidense. “Si ustedes dirigieran el FBI –dice el fiscal
general al agente especial Ronald Fleury, interpretado por Jamie Foxx– lo
convertirían en el Tercer Ejército de Patton”. Fleury toma la iniciativa
amenazando a la familia real saudí y el FBI recibe la aprobación inmediata para
trasladarse a Riad. Fleury lidera un equipo de cuatro personas para llevar a
cabo la investigación: él mismo; una mujer blanca, la agente Mayes; y dos
hombres, el agente Leavitt, judío, y el agente Sykes, una especie de “niño
grande”.
Arabia Saudí resulta ser un mundo extraño y retrógrado. Al equipo se le asigna un acompañante, el coronel Faris al-Ghazi, oficial de policía que perdió a varios hombres en el complejo, pero cuya unidad también está implicada en el atentado. Como en Washington, el equipo del FBI debe negociar con políticos pusilánimes para poder acceder a la escena del crimen, y los agentes se quejan constantemente de la falta de carácter de aquellos. Es más, los saudíes son unos completos ineptos a la hora de llevar a cabo la investigación. “¿Entiendes las pruebas?”, pregunta Sykes a al-Ghazi en tono condescendiente. “Los indicios pueden ser muy útiles para un compañero que trata de resolver un crimen”. En esta película, la civilización les es ofrecida a los nativos a través de la ciencia forense.
Al principio, los saudíes están más preocupados por las cuestiones morales que por resolver el crimen; se sienten ofendidos por el lenguaje soez empleado por los estadounidenses, por la presencia de una mujer sin velo y por el hecho de que no musulmanes manipulen los cuerpos de musulmanes muertos. Sin embargo, al-Ghazi poco a poco se deja convencer. El es el buen musulmán en este drama, una película que convierte las espaciosas avenidas de Arabia Saudí en las lóbregas calles de Bagdad. Al-Ghazi disfruta de un cálido ambiente hogareño, el cual queda reflejado en la suave música de la banda sonora, mientras dirige la oración de su familia. Fleury y él se hacen amigos.
Finalmente, el equipo del FBI inicia la búsqueda de Abu Hamza, un aspirante a Osama bin Laden que puede ser el autor intelectual del atentado inicial, y el ritmo de la película aumenta a medida que se aproximan a su presa. Tras matar a varios jóvenes terroristas en un tiroteo, el grupo es felicitado por su trabajo y se dispone a regresar a casa, cuando Leavitt es secuestrado de camino al aeropuerto. Los agentes siguen la pista de los secuestradores hasta Suweidi, “un barrio muy malo” que parece ser una mezcla cinematográfica entre Faluya y el este de Los Angeles. Allí transcurre el tiroteo final de la película. Mayes, la agente femenina del FBI, salva a Leavitt, apuñalando con su cuchillo a un terrorista árabe en la ingle y la cabeza. Abu Hamza y su hijo son asesinados, y al-Ghazi también muere de manera trágica. La película finaliza con Fleury ofreciendo sus condolencias a la familia saudí del policía. “Tu padre fue un buen amigo mío”, le dice al hijo de al-Ghazi.
The Kingdom es una mediocre película de suspense que se basa en gran medida en una serie de secuencias de persecuciones en coche y de abundantes explosiones. Sin embargo, presenta algunos rasgos que pronto también podrían llegar a ser algo habitual. Divide a los árabes de piel morena de acuerdo a la lógica del “musulmán bueno, musulmán malo”. Los varones blancos de la película son personajes intolerantes y casi racistas, mientras que su líder afroamericano no solo es un hombre de acción sino también la figura que proyecta la verdadera compasión de la nación estadounidense. “Estados Unidos no es perfecto”, le dice a un príncipe saudí. “No, en absoluto. No seré yo el primero en decir eso”. Es esta clase de honestidad la que permite a Fleury lograr un nivel de contacto humano con los saudíes que no es compartido por los otros personajes. Cuando comienza a tratar con al-Ghazi, descubre que su homólogo árabe está totalmente americanizado. “Pasé cuatro días en Quantico”, le dice al-Ghazi a Fleury. “También vi a Michael Jordan jugar con los Washington Wizards”. (Hace falta ser un estadounidense “de verdad” para saber que Jordan jugó durante un tiempo con los Wizards, y no solo con los Chicago Bulls). El saudí continúa diciendo que se hizo policía porque de niño veía “El increíble Hulk” en televisión.
Como en The Siege, The Kingdom exagera las virtudes de una postura antipolítica, esta vez atribuida al personaje árabe. “Me encuentro en un momento en que me da igual por qué nos atacan”, confiesa al-Ghazi a Fleury. “Solo me importa que cien personas se despertaron hace algunos días sin saber que para ellos iba a ser el último. Cuando atrapemos al asesino de esas personas, no me molestaré en hacer ni una sola pregunta. Quiero matarlo, ¿entiendes?” “Sí, lo entiendo”, responde Fleury.
Curiosamente, The Siege destaca la arabidad de Haddad, el personaje estadounidense de origen árabe,[5] mientras que The Kingdom subraya la americanidad de al-Ghazi, el “árabe bueno”. ¿Por qué? Tal vez se deba a que The Siege trata sobre la necesidad de un espíritu nacional basado en sólidos principios que resista la invasión de los organismos y la política internacionales en el ámbito doméstico, mientras que The Kingdom trata sobre la necesidad de una adecuada tutela de Estados Unidos sobre un mundo duro y desordenado. The Siege se preocupa por la nación, mientras que The Kingdom lo hace por el imperio.
A pesar de sus diferencias, The Siege y The Kingdom son dos ejemplos de un subgénero emergente que se alimenta de una idea básica según la cual los afroamericanos se convierten en líderes morales de los árabes, a la vez que establecen cierta amistad con ellos. Dicha idea sugiere que los afroamericanos saben hablar con los árabes mejor que los blancos (Fleury aprende unas pocas palabras árabes en The Kingdom). La imagen del liderazgo afroamericano en la película y en la cultura popular de hoy en día se debe a la idea de que el conflicto racial se ha convertido en algo residual e incluso superado en Estados Unidos. Por otra parte, la conexión de los afroamericanos con otras gentes de color parece basarse en sentimientos auténticos, y no en una reacción instintiva o un oportunismo descarado. Es más real debido a un pasado colectivo de sufrimiento. Proyectando esta imagen, se da a entender que Estados Unidos ha superado sus carencias históricas y, de este modo, se reafirma el potencial liberador del imperio estadounidense. En otras palabras, la camaradería está relacionada con la bondad del imperialismo americano, pues, si el rostro de Estados Unidos pertenece a un afroamericano, ¿cómo podría ser racista el imperio? Dicho de otro modo: hoy en día, después de todo, no hay nada más estadounidense que lo afroamericano.
“Hay muchos como yo en casa”
Sin embargo, estas representaciones de unos líderes negros que hablan el discurso liberal del imperio estadounidense contradicen, por no decir que socavan, una larga y poderosa tradición de oposición de los afroamericanos al expansionismo estadounidense. Durante más de siglo y medio, lo habitual fue que los afroamericanos se opusieran al intervencionismo de Estados Unidos más allá de sus fronteras, ya fuera porque dichas intervenciones desviaban la atención de la gravedad de los problemas domésticos, o porque representaban un problema a añadir a los ya existentes, tanto dentro como fuera del país. En cualquier caso, estos puntos de vista señalaban la necesidad de un cambio en la estructura básica de la sociedad estadounidense.
Por otra parte, la conexión entre la conciencia internacional de los afroamericanos y el mundo árabe y musulmán es igualmente rica. Esta tradición, acosada a menudo por una política cultural conservadora, se ocupa fundamentalmente de desarrollar estructuras de lealtad alternativas, redefiniendo de un modo radical el concepto de individuo y de comunidad, y creando nuevos universalismos mediante la religión y un tipo de conciencia crítica a través de la cual examinar la estructura racial y de poder en Estados Unidos y Occidente. En 1887, por ejemplo, Edward Wilmot Blyden publicó su obra magna, Christianity, Islam and the Negro Race [Cristianismo, Islam y la raza negra]. Blyden sugería con frecuencia que el Islam ofrece más oportunidades “a los negros, quienes, bajo el dominio protestante, se han mantenido en un estado de [...] tutelaje e irresponsabilidad”.[6] Argumentaba que el Islam había llevado dignidad y progreso a África, mientras que el Cristianismo solo había provocado horror. “El negro musulmán es mucho mejor musulmán de lo que el negro cristiano es cristiano”, escribe, “pues, cuando aprende, el negro musulmán es un discípulo, no un imitador. Un discípulo [...] puede convertirse en productor; un imitador jamás pasará de ser un simple copista.”[7]
Durante los primeros años del siglo XX surgió en el norte de Estados Unidos una serie de nuevos movimientos religiosos urbanos entre los afroamericanos, incluyendo el Moorish Science Temple [“Templo de la Ciencia Árabe”] el cual afirmaba que el pueblo negro no era “negro” en absoluto, sino “árabe americano”. The Divine Instructions [Las enseñanzas divinas], el libro sagrado de la organización, revela que “a causa del pecado y la desobediencia, todas las naciones han sufrido la esclavitud, pues no siguieron la creencia y los principios de sus antepasados. Es por esto que a los árabes les fue arrebatada su nacionalidad en 1774, y la palabras ‘negro’ o ‘de color’ se aplicaron a los asiáticos de América, que eran de ascendencia árabe. Ellos no siguieron los principios de su padre y su madre, y se desviaron tras los dioses de Europa, de los cuales no sabían nada”. Los miembros del Templo portaban un “pasaporte” en cuyas páginas Drew Ali, fundador de la organización, declaraba que su titular era “un musulmán sometido a las leyes divinas del Sagrado Corán de La Meca: amor, verdad, paz, libertad y justicia”. El documento finalizaba con un “soy ciudadano de los Estados Unidos de América”.[8]
El credo del Moorish Science Temple se diferenciaba del de su posterior competidor, la Nation of Islam [la Nación del Islam], en su reconocimiento de la nacionalidad estadounidense para los negros. El Templo abrió una puerta para que los afroamericanos pudieran rechazar ciertas identidades que les habían sido adjudicadas, mientras que la Nación enseñaba que los afroamericanos deben regresar a su fe original del “Islam”. Combinando nacionalismo y religión, la Nación buscaba unir las aspiraciones de los afroamericanos de mejorar como raza y constituirse como nación con la promesa de regresar a su “religión original”. Malcolm X se convirtió en el miembro más famoso de la Nation of Islam y más tarde del Islam sunní en Estados Unidos, solo comparable con el boxeador Muhammad Ali, cuya simpatía hacia el Tercer Mundo lo desprestigió en su país tanto como lo elevó a categoría de héroe en el extranjero.
Sin embargo, la relación de los afroamericanos con el mundo árabe y musulmán no se limitó a la esfera de lo sagrado. A menudo se forjaron alianzas culturales y políticas basadas en la idea de que la opresión contra el Tercer Mundo y el rechazo a reconocer los derechos civiles de los negros estadounidenses eran dos situaciones similares, si no idénticas. Por ejemplo, The Stone Face [El rostro de piedra], una novela de 1963 escrita por William Gardner Smith, cuenta la historia de Simeon Brown, un periodista y pintor de Filadelfia que, tras sufrir repetidos abusos racistas en su país, se traslada a París. Allí descubre a una comunidad de expatriados afroamericanos que viven muy bien, mientras los árabes de Francia sobreviven en condiciones que le recuerdan a las de los negros en Estados Unidos. Visten los mismos “pantalones anchos, zapatos gastados y camisas andrajosas”, y tienen la “mirada sombría, triste y huraña” que Brown recuerda de las calles de Harlem.[9] Brown es arrestado una noche junto a un grupo de árabes, y tras su liberación, un árabe que pasa por la calle le plantea una pregunta que lo sorprende: “¿Qué se siente al ser un hombre blanco?”[10] La novela reúne de manera brillante el Holocausto, la guerra de Argelia, la tensión racial en París y la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, para articular la necesidad de transformar un mundo degradado y roto por el racismo.
Por su parte, Sam Greenlee publicó en 1976 su poca conocida novela titulada Baghdad Blues. La historia trata sobre Dave Burrell, un afroamericano que trabaja para la CIA y es enviado a Bagdad en la década de 1950, cuando ‘Abd al-Karim Qasim y sus camaradas oficiales del ejército derrocaron al monarca iraquí. Al igual que The Stone Face, esta novela conecta la lucha nacional y la internacional. “Empecé a entender cada vez más a los árabes”, explica Burell, “y no fue hasta mucho más tarde que comprendí que todo ese tiempo estuve aprendiendo más y más sobre mí mismo”.[11] Más tarde, mantiene una conversación con Jamil, un intelectual iraquí amigo suyo (al contrario que en The Kingdom, ésta es una amistad entre iguales). “Cometeremos nuestros propios errores, resolveremos nuestros propios problemas y crearemos nuestra propia nación. Al diablo con los estadounidenses y los británicos”, dice Jamil. Burrell relata:
Bueno, hombre, tú sabes que soy estadounidense.
Oh, pero tú eres diferente, ya me entiendes...
‘Hay muchos como yo en casa’. Cuando le dije eso, me pregunté si sería verdad.”[12]
No cabe duda de que esta clase de empatía persistió durante las décadas siguientes. Andrew Young, embajador de Estados Unidos en la ONU, se reunió con la OLP a finales de los setenta y perdió su cargo como consecuencia de ello. June Jordan escribe de un modo elocuente sobre la invasión israelí del Líbano. “Nací como mujer negra / y ahora / me he convertido en una palestina”, dice una estrofa de su “Moving Towards Home” [“De camino a casa”].[13]
La cuestión es que durante mucho tiempo ha habido una poderosa y comprometida política cultural dentro de la tradición afroamericana que busca una alianza con el resto del mundo –incluyendo a árabes y musulmanes– y está basada fundamentalmente en la transformación. Al relacionarse con otros pueblos y las luchas de éstos en todo el planeta, no solo se buscaba mejorar la situación de los afromericanos en el país, sino transformar la naturaleza misma de la sociedad estadounidense –y con ella la cultura política global–, con el fin de lograr un mundo libre de la opresión racista y la agresión imperialista.
Un ascenso muy importante
No obstante, la idea de un liderazgo global de los afroamericanos como signo del éxito liberal tampoco es tan novedosa. También posee una historia que se remonta al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Cedric Robinson ha explicado que “durante el ‘periodo patriótico’ de la Segunda Guerra Mundial y unos pocos años después, el liberalismo negro estuvo en ascenso [...] entre la élite política y económica afroamericana.”[14] Durante este periodo, la imagen exitosa de los negros, más que una verdadera integración, supuso que los blancos comenzaran a aceptar a los afroamericanos como parte de la cultura estadounidense.
De igual modo, el argumento del liderazgo negro en Estados Unidos reaparece hoy en día, y con él la idea de que los derechos civiles son cosa del pasado y que el liderazgo global representa una oportunidad individual, renunciando así a transformar la sociedad estadounidense. El video de Rihanna titulado “Hard” [“Duro”] es un buen ejemplo. Se trata de una preocupante celebración de las hazañas militares estadounidenses en Oriente Medio, presentada como acompañamiento visual a una canción que glorifica los logros personales. Y en The Kingdom, la amistad del personaje interpretado por Jamie Foxx con al-Ghazi permite al afroamericano tener un encuentro con un antiguo miembro de al-Qaeda. “¿Sabe dónde está bin Laden?”, pregunta ansiosamente Fleury a al-Ghazi. “Porque supondría un ascenso muy importante para mí, si pudiera acceder a esa información.” Una vez más, Oriente se convierte en una oportunidad para hacer carrera.
Raza, nación e imperio. Su mezcla, al final, describe una situación complicada, por no decir confusa. Por un lado, puesto que sufren exclusión social, árabes y musulmanes son juzgados cada vez más en términos raciales. Sin embargo, el mismo gesto, en el mundo posterior a la lucha por los derechos civiles, de algún modo los americaniza también. Los árabes y musulmanes estadounidenses representan tanto el carácter inconcluso del proyecto de la nación americana como su triunfo humano. Por su parte, los afroamericanos se mueven simultáneamente entre el papel de protectores de la nación y de los honrados y buenos árabes y musulmanes, y el imperio. Dichas representaciones muestran a un tiempo que se ha alcanzado la verdadera igualdad y que existe una necesidad permanente de reflexionar sobre los derechos civiles en Estados Unidos. Lo que se hecha en falta en gran medida es reconocer que el heroísmo negro, para que sea realmente noble, no puede escenificarse a costa de otros pueblos. Lo que se necesita es una conciencia crítica que construya una alianza entre árabes, musulmanes y afroamericanos contra la agresión y el terrorismo nacional e internacional. (Para ser justos debemos decir que dicha conciencia se insinúa al final de The Kingdom). En ausencia de esta idea, tales representaciones restringen de hecho la lucha por la igualdad racial dentro del proyecto de una nación desigual y de un imperio en expansión.
Sin embargo, ¿No estará fuera de lugar el análisis que ofrecemos aquí o, al menos, un tanto anticuado? ¿Acaso la elección de Barack Obama no reveló la verdad desnuda, según la cual todos los estadounidenses viven en una época post-racista? ¿No demuestra la presidencia de Obama –a pesar de incrementar los bombardeos sobre Afganistán, de dar marcha atrás con respecto a su condena de los asentamientos israelíes, de fracasar a la hora de exigir responsabilidades por las torturas estadounidenses o de usar la base aérea de Bagram como una “tierra de nadie” legal[15]– que Estados Unidos está preparado para entablar un diálogo con el resto del mundo, no basado en la conquista sino en el respeto mutuo, en los intereses comunes y en la dignidad humana más elemental? ¿No debemos esperar una trasformación positiva de unos Estados Unidos gobernados por un presidente afroamericano que reconoció públicamente su deuda con los profundos sacrificios hechos durante la larga lucha por los derechos civiles y que en sus propias memorias escribe con inteligencia y sensibilidad sobre la lucha anticolonial? En otras palabras, ¿no es el propio Obama la culminación de la agitación opositora contra la injusticia que representa la enorme profundidad y riqueza de la historia afroamericana.
Para todas estas preguntas, solo hay una respuesta: “¡los árabes, claro!”
[1] Traducción, extracto y
adaptación del artículo publicado en Middle East Report, marzo de
2010. Versión en castellano elaborada por el equipo de traductores de Alif
Nûn. Publicado en castellano en la revista Alif Nûn nº 97, octubre de 2011. La primera parte del artículo también ha sido publicada en este blog. (Nota de la Redacción).
[2] Nacido en Zürich (Suiza) y crecido en Kingston (Canadá), el autor es profesor adjunto de inglés en
el Brooklyn College de Nueva York y estudió literatura comparada en la
Universidad de Columbia. Es editor de la revista Middle East Report y ha
publicado diversos libros y artículos sobre las minorías árabes en Occidente.
(Nota de la Redacción).
[3] Para más información, véase
la primera parte de este artículo. (Nota de la Redacción).
[4] Este escenario está inspirado con casi total seguridad
en la investigación del FBI sobre el atentado de 2000 contra el destructor USS
Cole, cuando el investigador jefe, John O’Neill, pugnó en vano con la
embajadora estadounidense en Yemen, Barbara Bodine, para que ésta le permitiera
interrogar a funcionarios del gobierno yemení, de quienes O’Neill sospechaba
que podían tener vínculos con al-Qaeda. Más adelante, O’Neill se convirtió en
jefe de seguridad del World Trade Center y fue asesinado el 11-S.
[5] Para más información, véase
la primera parte de este artículo. (Nota de la Redacción).
[6] Edward Wilmot Blyden, Christianity,
Islam and the Negro Race, Black Classic Press, Baltimore, 1994, p. 125.
[7] Ibid., p. 44.
[8] Véase C. Eric Lincoln, The Black Muslims in
America, William B. Eerdmans, Grand Rapids (MI), 1994 [1961], p. 49.
[9] William
Gardner Smith, The Stone Face, Straus and Giroux, Nueva York, 1963, p.
4.
[10] Ibid., p. 55.
[11] Sam
Greenlee, Baghdad Blues,
Bantam, Nueva York, 1976, pp. 103-104.
[12] Ibid., p. 160.
[13] June
Jordan, Directed by Desire: The Collected Poems of June Jordan, Copper
Canyon Press, Port Townsend (WA), 2007, pp. 288-290.
[14] Cedric
Robinson, Black Movements in America, Routledge, Nueva York, 1997, p.
123.
[15] De acuerdo a varias fuentes
como el periódico inglés The Guardian,
en la base aérea de Bagram (Afganistán) se produjeron numerosas torturas a
prisioneros. Tal el caso de un palestino de nombre Mustafa, a quien –siempre según The Guardian (18 de febrero de
2005) le vendaron los ojos, lo esposaron, lo amordazaron y tres soldados le
metieron un palo por el recto. En otro caso mencionado en el mismo periódico,
un preso jordano de nombre Wesam Abdulrahman Al Deemawi dijo que durante un
período de cuarenta días lo amenazaron con perros, lo desnudaron y
fotografiaron “en posiciones vergonzosas e indecentes” y lo metieron en una
jaula con un dogal y un gancho del cual lo colgaron, con los ojos vendados,
durante dos días. A ambos hombres los pusieron en
libertad en 2007 sin acusarlos de ningún cargo. (Nota de la Redacción).



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