miércoles, 12 de noviembre de 2025

 

LA RAZA SÍ QUE IMPORTA:
LA IMAGEN DE ÁRABES Y MUSULMANES EN  ESTADOS UNIDOS (2ª parte)[1] 

Moustafa Bayoumi[2] 

“Estados Unidos no es perfecto”

Si la película The Siege [Estado de sitio en español] proyecta la idea de que un afroamericano salvará a la nación,[3] The Kingdom [La sombra del reino en español] emplea este recurso aún mejor. En este caso, el imperio estadounidense también cuenta con su “gran esperanza negra”. En The Kingdom, los terroristas atacan un complejo estadounidense en Riad. El FBI está deseando investigar la matanza, pues dos de los suyos son asesinados en ella. Sin embargo, los políticos de Washington se lo impiden en un principio.[4] Al fiscal general le preocupa que la presencia estadounidense en territorio saudí pueda enojar a los musulmanes, pero, como en The Siege, el FBI está al margen de las sucias maquinaciones del mundo político y representa la honestidad estadounidense. “Si ustedes dirigieran el FBI –dice el fiscal general al agente especial Ronald Fleury, interpretado por Jamie Foxx– lo convertirían en el Tercer Ejército de Patton”. Fleury toma la iniciativa amenazando a la familia real saudí y el FBI recibe la aprobación inmediata para trasladarse a Riad. Fleury lidera un equipo de cuatro personas para llevar a cabo la investigación: él mismo; una mujer blanca, la agente Mayes; y dos hombres, el agente Leavitt, judío, y el agente Sykes, una especie de “niño grande”.

Arabia Saudí resulta ser un mundo extraño y retrógrado. Al equipo se le asigna un acompañante, el coronel Faris al-Ghazi, oficial de policía que perdió a varios hombres en el complejo, pero cuya unidad también está implicada en el atentado. Como en Washington, el equipo del FBI debe negociar con políticos pusilánimes para poder acceder a la escena del crimen, y los agentes se quejan constantemente de la falta de carácter de aquellos. Es más, los saudíes son unos completos ineptos a la hora de llevar a cabo la investigación. “¿Entiendes las pruebas?”, pregunta Sykes a al-Ghazi en tono condescendiente. “Los indicios pueden ser muy útiles para un compañero que trata de resolver un crimen”. En esta película, la civilización les es ofrecida a los nativos a través de la ciencia forense.

Al principio, los saudíes están más preocupados por las cuestiones morales que por resolver el crimen; se sienten ofendidos por el lenguaje soez empleado por los estadounidenses, por la presencia de una mujer sin velo y por el hecho de que no musulmanes manipulen los cuerpos de musulmanes muertos. Sin embargo, al-Ghazi poco a poco se deja convencer. El es el buen musulmán en este drama, una película que convierte las espaciosas avenidas de Arabia Saudí en las lóbregas calles de Bagdad. Al-Ghazi disfruta de un cálido ambiente hogareño, el cual queda reflejado en la suave música de la banda sonora, mientras dirige la oración de su familia. Fleury y él se hacen amigos.

Finalmente, el equipo del FBI inicia la búsqueda de Abu Hamza, un aspirante a Osama bin Laden que puede ser el autor intelectual del atentado inicial, y el ritmo de la película aumenta a medida que se aproximan a su presa. Tras matar a varios jóvenes terroristas en un tiroteo, el grupo es felicitado por su trabajo y se dispone a regresar a casa, cuando Leavitt es secuestrado de camino al aeropuerto. Los agentes siguen la pista de los secuestradores hasta Suweidi, “un barrio muy malo” que parece ser una mezcla cinematográfica entre Faluya y el este de Los Angeles.  Allí transcurre el tiroteo final de la película. Mayes, la agente femenina del FBI, salva a Leavitt, apuñalando con su cuchillo a un terrorista árabe en la ingle y la cabeza. Abu Hamza y su hijo son asesinados, y al-Ghazi también muere de manera trágica. La película finaliza con Fleury ofreciendo sus condolencias a la familia saudí del policía. “Tu padre fue un buen amigo mío”, le dice al hijo de al-Ghazi.

The Kingdom es una mediocre película de suspense que se basa en gran medida en una serie de secuencias de persecuciones en coche y de abundantes explosiones. Sin embargo, presenta algunos rasgos que pronto también podrían llegar a ser algo habitual. Divide a los árabes de piel morena de acuerdo a la lógica del “musulmán bueno, musulmán malo”. Los varones blancos de la película son personajes intolerantes y casi racistas, mientras que su líder afroamericano no solo es un hombre de acción sino también la figura que proyecta la verdadera compasión de la nación estadounidense. “Estados Unidos no es perfecto”, le dice a un príncipe saudí. “No, en absoluto. No seré yo el primero en decir eso”. Es esta clase de honestidad la que permite a Fleury lograr un nivel de contacto humano con los saudíes que no es compartido por los otros personajes. Cuando comienza a tratar con al-Ghazi, descubre que su homólogo árabe está totalmente americanizado. “Pasé cuatro días en Quantico”, le dice al-Ghazi a Fleury. “También vi a Michael Jordan jugar con los Washington Wizards”. (Hace falta ser un estadounidense “de verdad” para saber que Jordan jugó durante un tiempo con los Wizards, y no solo con los Chicago Bulls). El saudí continúa diciendo que se hizo policía porque de niño veía “El increíble Hulk” en televisión. 

Como en The Siege, The Kingdom exagera las virtudes de una postura antipolítica, esta vez atribuida al personaje árabe. “Me encuentro en un momento en que me da igual por qué nos atacan”, confiesa al-Ghazi a Fleury. “Solo me importa que cien personas se despertaron hace algunos días sin saber que para ellos iba a ser el último. Cuando atrapemos al asesino de esas personas, no me molestaré en hacer ni una sola pregunta. Quiero matarlo, ¿entiendes?” “Sí, lo entiendo”, responde Fleury. 

Curiosamente, The Siege destaca la arabidad de Haddad, el personaje estadounidense de origen árabe,[5] mientras que The Kingdom subraya la americanidad de al-Ghazi, el “árabe bueno”. ¿Por qué? Tal vez se deba a que The Siege trata sobre la necesidad de un espíritu nacional basado en sólidos principios que resista la invasión de los organismos y la política internacionales en el ámbito doméstico, mientras que The Kingdom trata sobre la necesidad de una adecuada tutela de Estados Unidos sobre un mundo duro y desordenado. The Siege se preocupa por la nación, mientras que The Kingdom lo hace por el imperio.

A pesar de sus diferencias, The Siege y The Kingdom son dos ejemplos de un subgénero emergente que se alimenta de una idea básica según la cual los afroamericanos se convierten en líderes morales de los árabes, a la vez que establecen cierta amistad con ellos. Dicha idea sugiere que los afroamericanos saben hablar con los árabes mejor que los blancos (Fleury aprende unas pocas palabras árabes en The Kingdom). La imagen del liderazgo afroamericano en la película y en la cultura popular de hoy en día se debe a la idea de que el conflicto racial se ha convertido en algo residual e incluso superado en Estados Unidos. Por otra parte, la conexión de los afroamericanos con otras gentes de color parece basarse en sentimientos auténticos, y no en una reacción instintiva o un oportunismo descarado. Es más real debido a un pasado colectivo de sufrimiento. Proyectando esta imagen, se da a entender que Estados Unidos ha superado sus carencias históricas y, de este modo, se reafirma el potencial liberador del imperio estadounidense. En otras palabras, la camaradería está relacionada con la bondad del imperialismo americano, pues, si el rostro de Estados Unidos pertenece a un afroamericano, ¿cómo podría ser racista el imperio? Dicho de otro modo: hoy en día, después de todo, no hay nada más estadounidense que lo afroamericano.

“Hay muchos como yo en casa”

Sin embargo, estas representaciones de unos líderes negros que hablan el discurso liberal del imperio estadounidense contradicen, por no decir que socavan, una larga y poderosa tradición de oposición de los afroamericanos al expansionismo estadounidense. Durante más de siglo y medio, lo habitual fue que los afroamericanos se opusieran al intervencionismo de Estados Unidos más allá de sus fronteras, ya fuera porque dichas intervenciones desviaban la atención de la gravedad de los problemas domésticos, o porque representaban un problema a añadir a los ya existentes, tanto dentro como fuera del país. En cualquier caso, estos puntos de vista señalaban la necesidad de un cambio en la estructura básica de la sociedad estadounidense.

Por otra parte, la conexión entre la conciencia internacional de los afroamericanos y el mundo árabe y musulmán es igualmente rica. Esta tradición, acosada a menudo por una política cultural conservadora, se ocupa fundamentalmente de desarrollar estructuras de lealtad alternativas, redefiniendo de un modo radical el concepto de individuo y de comunidad, y creando nuevos universalismos mediante la religión y un tipo de conciencia crítica a través de la cual examinar la estructura racial y de poder en Estados Unidos y Occidente. En 1887, por ejemplo, Edward Wilmot Blyden publicó su obra magna, Christianity, Islam and the Negro Race [Cristianismo, Islam y la raza negra]. Blyden sugería con frecuencia que el Islam ofrece más oportunidades “a los negros, quienes, bajo el dominio protestante, se han mantenido en un estado de [...] tutelaje e irresponsabilidad”.[6] Argumentaba que el Islam había llevado dignidad y progreso a África, mientras que el Cristianismo solo había provocado horror. “El negro musulmán es mucho mejor musulmán de lo que el negro cristiano es cristiano”, escribe, “pues, cuando aprende, el negro musulmán es un discípulo, no un imitador. Un discípulo [...] puede convertirse en productor; un imitador jamás pasará de ser un simple copista.”[7]


Durante los primeros años del siglo XX surgió en el norte de Estados Unidos una serie de nuevos movimientos religiosos urbanos entre los afroamericanos, incluyendo el Moorish Science Temple [“Templo de la Ciencia Árabe”] el cual afirmaba que el pueblo negro no era “negro” en absoluto, sino “árabe americano”. The Divine Instructions [Las enseñanzas divinas], el libro sagrado de la organización, revela que “a causa del pecado y la desobediencia, todas las naciones han sufrido la esclavitud, pues no siguieron la creencia y los principios de sus antepasados. Es por esto que a los árabes les fue arrebatada su nacionalidad en 1774, y la palabras ‘negro’ o ‘de color’ se aplicaron a los asiáticos de América, que eran de ascendencia árabe. Ellos no siguieron los principios de su padre y su madre, y se desviaron tras los dioses de Europa, de los cuales no sabían nada”. Los miembros del Templo portaban un “pasaporte” en cuyas páginas Drew Ali, fundador de la organización, declaraba que su titular era “un musulmán sometido a las leyes divinas del Sagrado Corán de La Meca: amor, verdad, paz, libertad y justicia”. El documento finalizaba con un “soy ciudadano de los Estados Unidos de América”.[8]

El credo del Moorish Science Temple se diferenciaba del de su posterior competidor, la Nation of Islam [la Nación del Islam], en su reconocimiento de la nacionalidad estadounidense para los negros. El Templo abrió una puerta para que los afroamericanos pudieran rechazar ciertas identidades que les habían sido adjudicadas, mientras que la Nación enseñaba que los afroamericanos deben regresar a su fe original del “Islam”. Combinando nacionalismo y religión, la Nación buscaba unir las aspiraciones de los afroamericanos de mejorar como raza y constituirse como nación con la promesa de regresar a su “religión original”. Malcolm X se convirtió en el miembro más famoso de la Nation of Islam y más tarde del Islam sunní en Estados Unidos, solo comparable con el boxeador Muhammad Ali, cuya simpatía hacia el Tercer Mundo lo desprestigió en su país tanto como lo elevó a categoría de héroe en el extranjero.

Sin embargo, la relación de los afroamericanos con el mundo árabe y musulmán no se limitó a la esfera de lo sagrado. A menudo se forjaron alianzas culturales y políticas basadas en la idea de que la opresión contra el Tercer Mundo y el rechazo a reconocer los derechos civiles de los negros estadounidenses eran dos situaciones similares, si no idénticas. Por ejemplo, The Stone Face [El rostro de piedra], una novela de 1963 escrita por William Gardner Smith, cuenta la historia de Simeon Brown, un periodista y pintor de Filadelfia que, tras sufrir repetidos abusos racistas en su país, se traslada a París. Allí descubre a una comunidad de expatriados afroamericanos que viven muy bien, mientras los árabes de Francia sobreviven en condiciones que le recuerdan a las de los negros en Estados Unidos. Visten los mismos “pantalones anchos, zapatos gastados y camisas andrajosas”, y tienen la “mirada sombría, triste y huraña” que Brown recuerda de las calles de Harlem.[9] Brown es arrestado una noche junto a un grupo de árabes, y tras su liberación, un árabe que pasa por la calle le plantea una pregunta que lo sorprende: “¿Qué se siente al ser un hombre blanco?”[10] La novela reúne de manera brillante el Holocausto, la guerra de Argelia, la tensión racial en París y la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, para articular la necesidad de transformar un mundo degradado y roto por el racismo.

Por su parte, Sam Greenlee publicó en 1976 su poca conocida novela titulada Baghdad Blues. La historia trata sobre Dave Burrell, un afroamericano que trabaja para la CIA y es enviado a Bagdad en la década de 1950, cuando ‘Abd al-Karim Qasim y sus camaradas oficiales del ejército derrocaron al monarca iraquí. Al igual que The Stone Face, esta novela conecta la lucha nacional y la internacional. “Empecé a entender cada vez más a los árabes”, explica Burell, “y no fue hasta mucho más tarde que comprendí que todo ese tiempo estuve aprendiendo más y más sobre mí mismo”.[11] Más tarde, mantiene una conversación con Jamil, un intelectual iraquí amigo suyo (al contrario que en The Kingdom, ésta es una amistad entre iguales). “Cometeremos nuestros propios errores, resolveremos nuestros propios problemas y crearemos nuestra propia nación. Al diablo con los estadounidenses y los británicos”, dice Jamil. Burrell relata:

“Yo lo amaba, lo envidiaba y confiaba en él [...]
            Bueno, hombre, tú sabes que soy estadounidense.
            Oh, pero tú eres diferente, ya me entiendes...
           ‘Hay muchos como yo en casa’. Cuando le dije eso, me pregunté si sería verdad.”[12]

No cabe duda de que esta clase de empatía persistió durante las décadas siguientes. Andrew Young, embajador de Estados Unidos en la ONU, se reunió con la OLP a finales de los setenta y perdió su cargo como consecuencia de ello. June Jordan escribe de un modo elocuente sobre la invasión israelí del Líbano. “Nací como mujer negra / y ahora / me he convertido en una palestina”, dice una estrofa de su “Moving Towards Home” [“De camino a casa”].[13]

La cuestión es que durante mucho tiempo ha habido una poderosa y comprometida política cultural dentro de la tradición afroamericana que busca una alianza con el resto del mundo –incluyendo a árabes y musulmanes– y está basada fundamentalmente en la transformación. Al relacionarse con otros pueblos y las luchas de éstos en todo el planeta, no solo se buscaba mejorar la situación de los afromericanos en el país, sino transformar la naturaleza misma de la sociedad estadounidense –y con ella la cultura política global–, con el fin de lograr un mundo libre de la opresión racista y la agresión imperialista.

Un ascenso muy importante

No obstante, la idea de un liderazgo global de los afroamericanos como signo del éxito liberal tampoco es tan novedosa. También posee una historia que se remonta al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Cedric Robinson ha explicado que “durante el ‘periodo patriótico’ de la Segunda Guerra Mundial y unos pocos años después, el liberalismo negro estuvo en ascenso [...] entre la élite política y económica afroamericana.”[14] Durante este periodo, la imagen exitosa de los negros, más que una verdadera integración, supuso que los blancos comenzaran a aceptar a los afroamericanos como parte de la cultura estadounidense.

De igual modo, el argumento del liderazgo negro en Estados Unidos reaparece hoy en día, y con él la idea de que los derechos civiles son cosa del pasado y que el liderazgo global representa una oportunidad individual, renunciando así a transformar la sociedad estadounidense. El video de Rihanna titulado “Hard” [“Duro”] es un buen ejemplo. Se trata de una preocupante celebración de las hazañas militares estadounidenses en Oriente Medio, presentada como acompañamiento visual a una canción que glorifica los logros personales. Y en The Kingdom, la amistad del personaje interpretado por Jamie Foxx con al-Ghazi permite al afroamericano tener un encuentro con un antiguo miembro de al-Qaeda. “¿Sabe dónde está bin Laden?”, pregunta ansiosamente Fleury a al-Ghazi. “Porque supondría un ascenso muy importante para mí, si pudiera acceder a esa información.” Una vez más, Oriente se convierte en una oportunidad para hacer carrera.

Raza, nación e imperio. Su mezcla, al final, describe una situación complicada, por no decir confusa. Por un lado, puesto que sufren exclusión social, árabes y musulmanes son juzgados cada vez más en términos raciales. Sin embargo, el mismo gesto, en el mundo posterior a la lucha por los derechos civiles, de algún modo los americaniza también. Los árabes y musulmanes estadounidenses representan tanto el carácter inconcluso del proyecto de la nación americana como su triunfo humano. Por su parte, los afroamericanos se mueven simultáneamente entre el papel de protectores de la nación y de los honrados y buenos árabes y musulmanes, y el imperio. Dichas representaciones muestran a un tiempo que se ha alcanzado la verdadera igualdad y que existe una necesidad permanente de reflexionar sobre los derechos civiles en Estados Unidos. Lo que se hecha en falta en gran medida es reconocer que el heroísmo negro, para que sea realmente noble, no puede escenificarse a costa de otros pueblos. Lo que se necesita es una conciencia crítica que construya una alianza entre árabes, musulmanes y afroamericanos contra la agresión y el terrorismo nacional e internacional. (Para ser justos debemos decir que dicha conciencia se insinúa al final de The Kingdom). En ausencia de esta idea, tales representaciones restringen de hecho la lucha por la igualdad racial dentro del proyecto de una nación desigual y de un imperio en expansión. 

Sin embargo, ¿No estará fuera de lugar el análisis que ofrecemos aquí o, al menos, un tanto anticuado? ¿Acaso la elección de Barack Obama no reveló la verdad desnuda, según la cual todos los estadounidenses viven en una época post-racista? ¿No demuestra la presidencia de Obama –a pesar de incrementar los bombardeos sobre Afganistán, de dar marcha atrás con respecto a su condena de los asentamientos israelíes, de fracasar a la hora de exigir responsabilidades por las torturas estadounidenses o de usar la base aérea de Bagram como una “tierra de nadie” legal[15]– que Estados Unidos está preparado para entablar un diálogo con el resto del mundo, no basado en la conquista sino en el respeto mutuo, en los intereses comunes y en la dignidad humana más elemental? ¿No debemos esperar una trasformación positiva de unos Estados Unidos gobernados por un presidente afroamericano que reconoció públicamente su deuda con los profundos sacrificios hechos durante la larga lucha por los derechos civiles y que en sus propias memorias escribe con inteligencia y sensibilidad sobre la lucha anticolonial? En otras palabras, ¿no es el propio Obama la culminación de la agitación opositora contra la injusticia que representa la enorme profundidad y riqueza de la historia afroamericana. 

Para todas estas preguntas, solo hay una respuesta: “¡los árabes, claro!”


[1] Traducción, extracto y adaptación del artículo publicado en Middle East Report, marzo de 2010. Versión en castellano elaborada por el equipo de traductores de Alif Nûn. Publicado en castellano en la revista Alif Nûn nº 97, octubre de 2011. La primera parte del artículo también ha sido publicada en este blog. (Nota de la Redacción).

[2] Nacido en Zürich (Suiza) y crecido en Kingston (Canadá), el autor es profesor adjunto de inglés en el Brooklyn College de Nueva York y estudió literatura comparada en la Universidad de Columbia. Es editor de la revista Middle East Report y ha publicado diversos libros y artículos sobre las minorías árabes en Occidente. (Nota de la Redacción).

[3] Para más información, véase la primera parte de este artículo. (Nota de la Redacción).

[4] Este escenario está inspirado con casi total seguridad en la investigación del FBI sobre el atentado de 2000 contra el destructor USS Cole, cuando el investigador jefe, John O’Neill, pugnó en vano con la embajadora estadounidense en Yemen, Barbara Bodine, para que ésta le permitiera interrogar a funcionarios del gobierno yemení, de quienes O’Neill sospechaba que podían tener vínculos con al-Qaeda. Más adelante, O’Neill se convirtió en jefe de seguridad del World Trade Center y fue asesinado el 11-S.

[5] Para más información, véase la primera parte de este artículo. (Nota de la Redacción).

[6] Edward Wilmot Blyden, Christianity, Islam and the Negro Race, Black Classic Press, Baltimore, 1994, p. 125.

[7] Ibid., p. 44.

[8] Véase  C. Eric Lincoln, The Black Muslims in America, William B. Eerdmans, Grand Rapids (MI), 1994 [1961], p. 49.

[9] William Gardner Smith, The Stone Face, Straus and Giroux, Nueva York, 1963, p. 4.

[10] Ibid., p. 55.

[11] Sam Greenlee, Baghdad Blues, Bantam, Nueva York, 1976, pp. 103-104.

[12] Ibid., p. 160.

[13] June Jordan, Directed by Desire: The Collected Poems of June Jordan, Copper Canyon Press, Port Townsend (WA), 2007, pp. 288-290.

[14] Cedric Robinson, Black Movements in America, Routledge, Nueva York, 1997, p. 123.

[15] De acuerdo a varias fuentes como el periódico inglés The Guardian, en la base aérea de Bagram (Afganistán) se produjeron numerosas torturas a prisioneros. Tal el caso de un palestino de nombre Mustafa, a quien –siempre según The Guardian (18 de febrero de 2005) le vendaron los ojos, lo esposaron, lo amordazaron y tres soldados le metieron un palo por el recto. En otro caso mencionado en el mismo periódico, un preso jordano de nombre Wesam Abdulrahman Al Deemawi dijo que durante un período de cuarenta días lo amenazaron con perros, lo desnudaron y fotografiaron “en posiciones vergonzosas e indecentes” y lo metieron en una jaula con un dogal y un gancho del cual lo colgaron, con los ojos vendados, durante dos días. A ambos hombres los pusieron en libertad en 2007 sin acusarlos de ningún cargo. (Nota de la Redacción).

domingo, 12 de octubre de 2025

 

LA RAZA SÍ QUE IMPORTA: 
LA IMAGEN DE ÁRABES Y MUSULMANES EN ESTADOS UNIDOS (1ª parte)[1]

Moustafa Bayoumi[2]

El cómico estadounidense de origen árabe Dean Obeidallah dice en uno de sus espectáculos: “Hoy por hoy, estamos tan encasillados como grupo racial que no hace mucho tiempo oí decir a un corresponsal de la CNN que ‘los árabes son los nuevos negros’”. Obeidallah continúa:

“Cuando me enteré –debo ser honesto– me sentí emocionado. Me dije, ‘¡Dios mío, estamos de moda!’ Antes de que nos demos cuenta, las mujeres asiáticas marchosas dejarán de salir con tipos negros y empezarán a salir con árabes. Los chicos blancos de los suburbios, en lugar de actuar y vestir como los negros para ser enrollados, ahora se harán pasar por árabes... tunearán su coche para que parezca un taxi,[3] se vestirán como árabes y algunos cubrirán su cabeza al estilo árabe tradicional... inclinados un poco hacia un lado, se acercarán unos a otros diciendo ‘¿qué pasa, Mustafa? ¿Qué es lo que mola? ¡Lo árabe, claro!’”[4]


Resulta bastante gracioso, pero es algo más que una simple broma. Se trata de algo relacionado con la caprichosa influencia –tanto positiva como negativa– de la raza y de la imagen asociada a ésta en la cultura estadounidense actual. Tomando un comentario –la analogía entre la arabidad y la negritud– y llevándolo al límite, Obeidallah juega todo el tiempo con la imagen que se tiene de los negros y de los blancos. Y convirtiendo un prejuicio en una ventaja, transforma la exclusión social en integración. Después de todo, hoy en día no hay nada más estadounidense que lo afroamericano.

Pero la mayoría de la gente se refiere a otra cosa cuando dice que los árabes o los musulmanes se han convertido en “los nuevos negros”. Se trata más bien de un sentimiento expresado de manera sistemática desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. El sentido más inmediato de esta afirmación tal vez sea el de evocar la discriminación racial. “Los negros de Nueva York bromean entre ellos sobre el hecho de que su propia discriminación racial se haya visto aliviada temporalmente. Incluso el lenguaje empleado en los insultos raciales ha cambiado”, explica un artículo del New York Times de octubre de 2001. El artículo continúa: “Los ataques contra las Torres Gemelas han trastocado las divisiones raciales tradicionales en la ciudad.”[5]

Las razones son fáciles de entender. Casi todo el mundo parecía aborrecer la discriminación racial antes de 2001, hasta el punto de que el propio candidato George W. Bush llegó a pronunciarse de manera explícita contra ella. Sin embargo, esta práctica recobró su vigor en 2003, cuando el Departamento de Justicia del presidente Bush prohibió en teoría la discriminación pero estableció excepciones que permitían ejercer una estrecha vigilancia sobre ciertos grupos raciales y étnicos cuando los funcionarios tuvieran información “fiable” de que miembros de dichos grupos estuvieran planeando un ataque terrorista o un crimen.[6] Si bien podría decirse que la discriminación en sí misma era contraria a los principios estadounidenses, la letra pequeña dejaba claro que había buenas razones para discriminar a árabes y musulmanes en nombre de la seguridad nacional. El programa de Registro Especial, según el cual los varones adultos procedentes de veinticuatro países de mayoría musulmana debían dar cuenta de su paradero en el país, es solo un ejemplo de la discriminación racial auspiciada por el Estado. Dicho programa generó cerca de catorce mil expedientes de deportación.[7] Esto provocó que el Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación Racial haya exigido reiteradamente a Washington que ponga fin a “la discriminación racial contra árabes, musulmanes y sudasiáticos.”[8] Tras los atentados de Londres en 2005, críticos conservadores como Paul Sperry, del Hoover Institute, el diputado republicano por Nueva York, Peter King, y Charles Krauthammer, del Washington Post, defendieron un mayor control sobre musulmanes y árabes, lo que provocó que otro columnista del Washington Post, Colbert King, respondiera con un artículo titulado “You Can’t Fight Terrorism with Racism” (“No puedes combatir el terrorismo con racismo”). En él escribió: “A Sperry no parece importarle que su descripción también incluya a un gran número de hombres de color, entre ellos a mi hijo menor [...]”[9]

Antes del 11 de septiembre, la palabra que mejor definía la percepción popular acerca de los árabes y musulmanes en Estados Unidos era “invisibilidad”. En Food for our Grandmothers (Comida para nuestras abuelas), una antología publicada en 1994 y escrita por feministas estadounidenses y canadienses de origen árabe, la editora Joanna Kadi calificaba a los árabes estadounidenses como “los más invisibles de los invisibles”.[10] En “Resisting Invisibility” (“Resistir contra la invisibilidad”), un ensayo publicado en 1999, Therese Saliba señalaba: “Cuando se menciona a los árabes en el debate multicultural, a menudo es solo como un elemento de tensión entre negros y judíos [...]”[11] A lo largo de la década de 1980, tal y como señala Edward Said en Covering Islam (Cubriendo el Islam), la imagen “omnipresente” de árabes y musulmanes fuera de Estados Unidos era la de “frecuentes caricaturas de musulmanes como proveedores de petróleo, terroristas y [...] muchedumbres sedientas de sangre.”[12] La dependencia con respecto a los estereotipos orientalistas se basaba en la idea de que existe una distancia insalvable entre dos partes del mundo esencialmente distintas: el Occidente progresista y el Oriente reaccionario.[13]

No se ofenda, señor

Sin embargo, en las presentes circunstancias de inmigración creciente y terrorismo internacional, las cosas han cambiado, aunque resulta deprimente observar que, desde otro ángulo, también sigan siendo las mismas. Árabes y musulmanes en Estados Unidos han pasado a ser el centro de atención y se los suele asociar con ciertas diferencias raciales que pueden conducir a la discriminación. Todo ello sale a la luz de manera sutil y curiosa. Por ejemplo, en la reseña de un libro en el New York Times en 2008, hablando sobre discriminación racial, el sociólogo de Harvard Orlando Patterson no recurrió al ejemplo afroamericano, sino que escribió lo siguiente: “casi todos nosotros tenemos un límite en lo que respecta a las libertades civiles: imaginen a un grupo de graduados de una madrasa pakistaní haciendo cola en el control de seguridad de un aeropuerto; en estos casos la raza sí que importa [...]”[14]

La película de Spike Lee titulada The Inside Man [El Plan Perfecto o Plan Oculto en español] solo contiene una escena significativa relacionada con los conflictos raciales: durante el atraco a un banco, un rehén de religión sij sale encapuchado del edificio, al igual que los ladrones, quienes hábilmente se han vestido con el mismo disfraz, obligando a hacer lo propio a empleados y clientes del banco. Pensando que se trata de un atracador, uno de los policías arranca de un tirón la capucha del sij, observa su turbante y pierde los nervios. “¡Joder, es un puto árabe!”, grita otro de los policías, mientras retrocede empuñando el arma. A continuación, arrancan el turbante de la cabeza del sij y lo golpean. En la siguiente escena, el sij protesta ante el detective, interpretado por Denzel Washington. “No diré nada hasta que no me devuelvan mi turbante. ¡Estoy harto de esto, tío! Vaya dónde vaya, violan mis derechos civiles. Voy al aeropuerto y no puedo pasar el control sin la típica ‘selección al azar’… ¿selección al azar? ¡y una mierda!” Washington responde: “pero siempre puedes tomar un taxi ¿verdad?” “Es una ventaja”, admite del sij.

En Terrorist (Terrorista), la simplona y poco convincente novela de John Updike, hay una profunda y permanente devoción hacia las jerarquías raciales que todavía perduran en Estados Unidos, mezclada con una manida nostalgia por esa simplicidad WASP[15] que mucho tiempo atrás dejó ya de protagonizar las páginas de la historia. El relato de Updike gira en torno al confundido Ahmad Malloy, de 18 años, mitad irlandés y mitad egipcio. Ahmad, a quien Updike describe en repetidas ocasiones como de tez “parda”, busca sin mucho éxito dar sentido a su vida en el maltrecho suburbio de New Prospect, Nueva Jersey, y encuentra consuelo a los pies de Sheij Rashid, un amargado imam yemení que exhorta a los neófitos a la violencia. Entretanto, Jack Levy, el tutor de Ahmad en el instituto, tiene una aventura con la madre de éste. Finalmente, Levy hace recapacitar al muchacho y salva a la nación de un absurdo ataque terrorista. Mientras tanto, le dice a Ahmad que se acostó con su madre, dando lugar a esta conversación un tanto ridícula en las páginas finales de la novela:

- “No se ofenda, señor [...] pero no me seduce demasiado pensar en mi madre fornicando con un judío.

Levy ríe con un tosco gruñido.

- ¡Eh, vamos!, aquí todos somos estadounidenses. Ésa es la idea; ¿no te lo enseñaron en Central High? Los irlandeses, los afroamericanos, los judíos...incluso hay árabes estadounidenses.

- Nómbreme uno.

Levy se muestra sorprendido.

- Omar Sharif –responde. Sabe que podría acordarse de otros en una situación menos tensa.

- No es estadounidense. Inténtelo de nuevo.

- Eh... ¿cuál es su nombre? ¿Lew Alcindor?

- Kareem Abdul-Jabbar –lo corrige Ahmad.”[16]


Confundir a Abdul-Jabbar, el famoso jugador afroamericano de baloncesto, con un árabe estadounidense es muy poco sutil, y parece indicar la propia ignorancia de Levy, haciendo al personaje aún más estadounidense en su desconocimiento. Pero Levy representa algo más que eso. Frente a la extrañeza de ser árabe estadounidense, Updike usa la judeidad de Levy como medida del éxito de la asimilación étnica estadounidense, a diferencia de quienes ahora “ocupan los barrios pobres del centro de la ciudad”, es decir, “los morenos en general, en sus múltiples matices.”[17] (“Judíos e irlandeses”, escribe Updike, “han estado conviviendo en las ciudades estadounidenses durante generaciones.”)[18] Beth, la obesa esposa de Levy, cree que este “nunca la abandonará: será por su sentido judío de la responsabilidad y una lealtad sentimental que también debe de ser judía. Si te han perseguido y vilipendiado durante dos mil años, ser fiel a tus seres queridos es simplemente una buena táctica de supervivencia.”[19]

Si a los árabes estadounidenses se los suele asociar hoy en día con una especie de negritud, ser judío en la actualidad es haberse ganado el estatus de blanquitud, lo cual queda demostrado en la lealtad de Levy a su esposa, su ciudad y su país. “El honor de ser blanco” no se limita a los personajes judíos. También los hindúes a menudo son objeto de semejante privilegio. Recordemos los incesantes elogios de Thomas Friedman[20] a los capitalistas hindúes, pioneros en Silicon Valley. O consideremos el siguiente párrafo del artículo de 2008 escrito por Steven Pinker para el New York Times, titulado “The Moral Instinct” (“El instinto moral”). Pinker escribe sobre los fundamentos éticos y morales compartidos por distintas sociedades en el mundo moderno. El suyo es un esfuerzo para promover una visión del mundo basada en la hermandad del género humano. Sin embargo, al hacer esto, divide el mundo de una forma interesante. “Muchas prácticas asombrosas en lugares lejanos se comprenden mejor cuando nos damos cuenta de que los mismos principios moralizadores que las élites occidentales emplearon para superar los prejuicios y para impartir justicia (nuestras obsesiones morales) se han canalizado en otros lugares hacia otros ámbitos”, escribe Pinker. “Piensen en [...] las abluciones rituales y las restricciones en la dieta de hindúes y judíos ortodoxos (pureza), [y] la indignación entre los musulmanes por los insultos al Profeta (autoridad).”[21] Por supuesto, “las abluciones rituales y las restricciones en la dieta” también podrían atribuirse fácilmente a los musulmanes (y no solo a los ortodoxos), pero, en vez de eso, son los judíos y los hindúes quienes quedan englobados dentro de ese benigno modo de conducta. A los musulmanes, por su parte, se les atribuye la ira, aunque sea disfrazada de “autoridad”.[22]

¿Qué está ocurriendo aquí? En resumen, lo que sucede es que árabes y musulmanes (que en el mundo real son dos categorías superpuestas, pero que en el mundo de las percepciones estadounidenses son esencialmente la misma cosa) han entrado en la imaginación de los estadounidenses con toda su fuerza, pero su entrada ha sido tamizada por el filtro de la raza. En el contexto particular de Estados Unidos, esto supone una asociación con la negritud, pues los árabes y los musulmanes no forman parte del tejido inmigrante de la nación, sino que son un problema social a resolver. Lo que James Baldwin escribió sobre el hombre negro en 1955 es casi igual de aplicable a los árabes y musulmanes estadounidenses de hoy en día: “El negro de América”, escribe Baldwin, “es un problema social y no personal o humano. Tratar dicho problema supone hacer referencia a estadísticas, crisis económica, destrucción, injusticia y violencia remota.”[23]

Y las tendencias políticas importan poco en este asunto. Los progresistas ven la situación de musulmanes y árabes en Estados Unidos como un ejemplo de las limitaciones de la nación y de los excesos de esta en el maltrato a quienes son irremediablemente considerados como los “otros”. Los conservadores definen a musulmanes y árabes como una minoría que amenaza a quienes se consideran a sí mismos como la mayoría. En cualquiera de los dos casos, la raza sí que importa.

Musulmán bueno, musulmán malo

La ironía es que mientras árabes y musulmanes son cada vez más “los nuevos negros” (de un modo que recuerda a las imágenes de los afroamericanos durante la Guerra Fría), los propios afroamericanos están surgiendo en la cultura popular como los líderes de la nación y el imperio estadounidenses. Además, esta forma de ver a dichos colectivos gira en torno a la idea fundamental de la amistad de los negros con árabes y musulmanes, una amistad que no es entre iguales sino que modifica la concepción tradicional del poder estadounidense. Esta nueva concepción parece buscar transformar la imagen del propio Estados Unidos.

Consideremos a este respecto dos películas diferentes: The Siege [Estado de sitio en español] (1998), protagonizada de nuevo por Denzel Washington, y The Kingdom [La sombra del reino en español] (2007), protagonizada por Jamie Foxx. The Siege se rodó, desde luego, antes de 2001, y desde entonces ha adquirido fama por su intuición a la hora de describir un ataque terrorista árabe a gran escala en suelo estadounidense, aunque trata básicamente sobre la manera en que los fracasos en política exterior de la era Clinton pusieron en peligro las instituciones de la nación. La historia se centra en el agente especial Anthony Hubbard, educado en una escuela católica del Bronx. En un momento dado, Hubbard, no sin cierto sarcasmo, se hace llamar “Colin Powell”, lo cual es muy significativo. Hub, como lo conocen, es la encarnación de los éxitos afroamericanos, como los del futuro secretario de Estado, del que por entonces casi todo el mundo pensaba que sería probablemente el próximo presidente, a pesar de ser negro. Honrado, trabajador, serio pero no huraño, Hub es la referencia moral de la película. Su compañero es Frank Haddad (interpretado por Tony Shalhoud), un agente del FBI de origen libanés shi‘i (por cierto, el único estadounidense de la película que habla con acento extranjero) que trabaja como chófer y traductor.

Después de que un comando estadounidense capture a un imam radical inspirado en la figura del Sheij Omar Abdul Rahman,[24] una serie de atentados terroristas asolan la ciudad de Nueva York. Elise Kraft, una agente de la CIA de moral relajada interpretada por Annette Bening, participa junto a Hub en la investigación de los atentados. Su espía infiltrado es Samir Nazhde, un profesor de estudios árabes en el Brooklyn College que parece (y luego se confirma) tener relación con los terroristas. Cuando Hub y el FBI son incapaces de detener la ola de atentados, el gobierno impone la ley marcial en Brooklyn, y el personaje interpretado por Bruce Willis, el rudo general William Devereaux, responsable de la detención alegal del imam, encarcela a los varones estadounidenses de origen árabe de un modo que recuerda al internamiento de ciudadanos estadounidenses de origen japonés en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. El hijo de Haddad, de trece años, es encarcelado, lo que lleva al agente del FBI a dudar de la justicia estadounidense. Este entrega precipitadamente su placa a Hub, diciendo que no seguirá siendo por más tiempo el “negrito del desierto” del gobierno. Pero Hub finalmente libera al hijo de Haddad. Entretanto, Hub y Haddad descubren que Nazhde es el principal terrorista del país. Nazhde es asesinado, Kraft se sacrifica y Hub denuncia la tortura y el asesinato de un hombre árabe estadounidense ordenados por el general Devereaux. Al final, la ley marcial es derogada y los derechos constitucionales quedan a salvo.

Con sus dos personajes árabe-musulmanes –uno, un agente del FBI, y el otro, un terrorista–, The Siege opera dentro de la lógica del “musulmán bueno, musulmán malo” que Mahmood Mamdani ha identificado como una cuestión fundamental en la lógica de la “guerra contra el terror”. “El mensaje central de este discurso”, explica Mamdani, “[es que] a menos que se demuestre que son ‘buenos’, todos los musulmanes son sospechosos de ser ‘malos’. Todos los musulmanes tienen ahora la obligación de demostrar su buena voluntad uniéndose a la guerra contra los ‘malos musulmanes.’”[25] Melani McAlister afirma con elocuencia que The Siege es una película “que incorpora el reto del multiculturalismo a la lógica del Nuevo Orden Mundial.”[26] Pero también hay algo más. The Siege profundiza en la paranoia que rodea a la inmigración, la cual, junto a la geopolítica, convierte las calles de Brooklyn en las típicas “calles árabes”, impregnadas de extraños olores y al borde de la Apocalipsis. (El guión describe la Atlantic Avenue de Brooklyn como “el Tercer Mundo, repleto y agitado”, y Hub dice que “Estados Unidos es el lugar ideal para ser un terrorista.”) Por otra parte, este aterrador mundo exterior que está invadiendo Estados Unidos está impregnado de una tendencia árabe y musulmana hacia una enemistad heredada y ancestral. Cuando Nazhde es capturado, Haddad lo golpea y luego se disculpa ante Hub diciendo, “lo siento, son asuntos de familia”. Más adelante, Hub reprende a Haddad diciéndole que solo recuperará su placa si no vuelve a golpear jamás a ningún detenido. “Alguna vez te contaré lo que esa gente hizo en mi pueblo en 1971”, responde Haddad.

Pero el mensaje principal de The Siege es que la implicación de Estados Unidos en estos odios ancestrales ha obligado al país a venderse en cuerpo (Elise Kraft, la agente de la CIA que mantiene relaciones con el terrorista Nazhde) y alma (el despiadado general Devereaux). Esta traición es la razón por la cual el personaje de Hub es tan necesario. En su compromiso permanente con los valores morales, Hub es el más estadounidense de todos los personajes. Se mantiene incorruptible frente a la política internacional (“necesito nombres”, dice a sus agentes, “no una lección de historia”) y está dispuesto a luchar por igual contra la política racista de los campos de internamiento y contra la violencia brutal de los árabes. Después de todo, ¿quién mejor que Hub para demostrar a su subordinado árabe que, en el fondo, Estados Unidos no es racista ni en su política exterior ni en la interior? Su propia historia ilustra todo lo que “América” puede ser. Hub es el más adecuado para proteger a los estadounidenses de origen árabe, no solo de los excesos del Estado sino también de sí mismos.


[1] Traducción, extracto y adaptación del artículo publicado en Middle East Report, marzo de 2010. Versión en castellano elaborada por el equipo de traductores de Alif Nûn. Publicado en castellano en la revista Alif Nûn nº 96, septiembre de 2011. (Nota de la Redacción).

[2] El autor nació en Zürich (Suiza) y creció en Kingston (Canadá). Es profesor adjunto de inglés en el Brooklyn College de Nueva York y estudió literatura comparada en la Universidad de Columbia. Es editor de la revista Middle East Report y ha publicado diversos libros y artículos sobre las minorías árabes en Occidente. (Nota de la Redacción).

[3] En muchas grandes ciudades de los Estados Unidos la comunidad árabe se dedica al negocio del taxi. (Nota de la Redacción).

[4] Esta actuación de Obeidallah está disponible online en el siguiente enlace.

[5] New York Times, 10 de octubre de 2001.

[6] CBS News/Associated Press, 18 de junio de 2003.

[7] Véase Moustafa Bayoumi, “Racing Religion”, New Centennial Review 6/2, 2006.

[8] Véase UN Committee on the Elimination of Racial Discrimination, “Consideration of Reports of Submitted by States’ Parties Under Article 9 of the Convention: Conclusion Observations of the Committee,” UN Doc. CERD/C/USA/CO/6, 8 de mayo de 2008. Véase también UN High Commissioner for Human Rights to United States, 28 de septiembre de 2009.

[9] Colbert King, “You Can’t Fight Terrorism with Racism,” Washington Post, 30 de julio de 2005.

[10] Joanna Kadi, Food for Our Grandmothers: Writings by Arab-American and Arab-Canadian Feminists, South End Press, Cambridge (MA), 1994, p. XIX.

[11] Therese Saliba, “Resisting Invisibility: Arab Americans in Academia and Activism”, en Michael Suleiman (ed.), Arabs in America: Building a New Future, Temple University Press, Filadelfia, 1999, p. 308.

[12] Edward W. Said, Covering Islam, Vintage, Nueva York, 1997 [1981], p. 6.

[13] Para más información, véase Abû Imân ‘Abd al-Rahmân Robert Squires, “Orientalismo, desinformación e Islam”, revista Alif Nûn nº 76, noviembre de 2009. (Nota de la Redacción).

[14] Orlando Patterson, “The Big Blind”, New York Times, 10 de febrero de 2008.

[15] La expresión WASP es un acrónimo en inglés que significa “White Anglo-Saxon Protestant” (blanco, anglosajón y protestante). Este término se usa para referirse a los norteamericanos de religión protestante originarios de Gran Bretaña y del norte y centro de Europa, quienes ostentan la mayor parte del poder social y económico en Estados Unidos, y se asocia con los estadounidenses blancos que defienden los valores tradicionales. La expresión fue acuñada en la década de 1960 por E. Digby Baltzell, un escritor de Filadelfia. (Nota de la Redacción).

[16] John Updike, Terrorist, Knopf, Nueva York, 2006, pp. 302-303.

[17] Ibid., p. 12.

[18] Ibid., p. 112.

[19] Ibid., p. 122.

[20] Thomas Loren Friedman (20 de julio de 1953) es un periodista y escritor estadounidense, tres veces ganador del Premio Pulitzer. Partidario acérrimo de la globalización, defiende la llamada “ley de los arcos dorados”, según la cual no hay dos países en los que esté instalado McDonald's que se hayan declarado la guerra, lo cual, según él, sería una prueba de las bondades de la globalización capitalista de corte estadounidense.  (Nota de la Redacción).

[21] Steven Pinker, “The Moral Instinct”, New York Times Magazine, 13 de enero de 2008.

[22] Tampoco debe pasarse por alto que el autor del artículo parece dar a entender que los occidentales tienen una disposición para “superar los prejuicios y para impartir justicia”, mientras que los musulmanes la tienen hacia lo que él llama “autoridad”, estableciendo una separación un tanto artificial entre distintos colectivos humanos. (Nota de la Redacción).

[23] James Baldwin, Notes From a Native Son, Beacon, Boston, 1984 [1955], p. 25.

[24] El sheij Omar Abdul Rahman es un líder egipcio acusado de organizar el primer atentado contra las Torres Gemelas, cometido en 1993. (Nota de la Redacción).

[25] Mahmood Mamdani, Good Muslim, Bad Muslim, Knopf, Nueva York, 2004, p. 15.

[26] Melani McAlister, Epic Encounters: Culture, Media and US Interests in the Middle East Since 1945, University of California Press, Berkeley, 2005, p. 265.

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