miércoles, 16 de julio de 2025

Antes de la caída de los regímenes comunistas, el Islam y los musulmanes no representaban ninguna amenaza y casi nadie hablaba de la “marea islámica”. En muchas ocasiones, los musulmanes fueron considerados aliados en la lucha contra el enemigo soviético (véase, por ejemplo, el caso de los talibanes afganos) e incluso después de la revolución islámica de Irán en 1979 (un auténtico trauma para la conciencia colectiva de Occidente en general y de Estados Unidos en particular), los inmigrantes musulmanes que desde la década de 1950 trabajaban en Europa, y en menor medida en América, no parecían plantear ningún problema de convivencia en las sociedades occidentales.

Sin embargo, la situación cambió por completo tras la caída del muro de Berlín a finales de los ochenta. Desde ese momento, el equilibrio de fuerzas a nivel global quedó profundamente alterado y el mundo capitalista tuvo la oportunidad de demostrar todo su poderío, el cual podía ser ejercido ya sin ninguna oposición, una vez que el enemigo comunista había sido derrotado. Cualquier atisbo de sombra frente a ese poder omnímodo debía por tanto ser combatido, y los musulmanes y el Islam fueron considerados como el último reducto de resistencia frente a la arrolladora fuerza política, económica, cultural y militar del Occidente capitalista. Por otra parte, la crisis económica por la que atraviesan los más desfavorecidos de las sociedades occidentales, unida a la tensión política y militar internacional provocada por la actuación de EE.UU.y sus aliados en Asia Occidental parecen haber reavivado aún más si cabe los sentimientos islamófobos en Occidente.

De este modo, donde antes las pequeñas mezquitas situadas en los barrios populares de cualquier ciudad europea o estadounidense no planteaban ningún conflicto, ahora se han convertido en un problema de orden público y se organizan manifestaciones ciudadanas para prohibir su construcción o apertura; donde apenas nadie hablaba del velo de las mujeres musulmanas, ahora esta prenda de vestir se ha transformado en la encarnación de todos los males y se prohíbe en las escuelas; donde la convivencia pacífica de las minorías musulmanas con las sociedades occidentales mayoritarias había sido la norma, ahora se percibe a los musulmanes como delincuentes o terroristas en potencia. Alguien podría argumentar que el aumento de la inmigración musulmana ha podido propiciar una reacción de defensa por parte de unas sociedades occidentales deseosas de proteger su “identidad”, pero la realidad es que, salvo en casos contados, el porcentaje de musulmanes en Europa y América apenas ha experimentado cambios en las últimas décadas, o al menos éstos no han sido lo bastante significativos como para explicar la creciente islamofobia entre los occidentales.

El artículo que presentamos en la entrada de hoy, escrito hace quince años, nos describe el auge de la islamofobia, el racismo y la xenofobia a nivel social e institucional en Occidente en general y en Europa en particular, un fenómeno que en el año 2010 ya comenzaba a vislumbrarse, y sobre el cual la autora nos advierte muy seriamente. Un artículo de lo más premonitorio donde se analiza la deriva racista de nuestras sociedades y donde la autora se pregunta cómo una sociedad civil madura y bien organizada debería responder a este preocupante desafío.

EL AUGE DE LA ISLAMOFOBIA[1]

Markha Valenta[2] 

Markha Valenta

El auge de los grupos islamófobos en Europa occidental es sorprendente y desconcertante al mismo tiempo. ¿Cómo es posible que esté ganando terreno una ideología brutalmente discriminatoria, después de más de cincuenta años de una educación estatal antirracista y favorable a los derechos humanos?

Una y otra vez, los islamófobos toman y mantienen la iniciativa, casi siempre en nombre de la “libertad”: el holandés Geert Wilders pretende influir en el gobierno de coalición de su país; el partido islamófobo de los Demócratas de Suecia ha superado con éxito la barrera del 5% de los votos y ha conseguido entrar en el Parlamento;[3] el banquero alemán Sarrazin ha sido aclamado por su “coraje en una tierra de cobardes”, en palabras de Peter Sloterdijk; la francesa Marine Le Pen goza de un éxito aún mayor que el de su padre; el Partido Popular Danés continúa luchando contra cualquier presencia del Islam en Dinamarca;[4] los suizos han aprobado en referéndum la prohibición de construir nuevos minaretes,[5] y así sucesivamente. Muchos interpretan esta situación como el retorno, en forma de venganza, del racismo y el fascismo europeos. Según este enfoque, los derechos humanos en Europa solo serían otra utopía imposible o un autoengaño etnocéntrico y liberal. Si bien pueden frenar la expansión de la política del miedo, la exclusión y la indignidad, no pueden detenerla por completo.

 Surge una nueva forma de intolerancia

Ciertamente, el racismo nunca ha abandonado Europa y siempre se ha cebado con los inmigrantes de color, condenándolos a los peores trabajos, la educación más deficiente y la infravivienda, a pesar del bienestar socioeconómico de Europa y de un cierto sentimiento de culpa entre los europeos, producto de los episodios racistas del pasado. No obstante, ese bienestar y ese sentimiento de culpa han permitido que se limitaran severamente las expresiones públicas de racismo y las políticas gubernamentales de un marcado carácter racista. Al mismo tiempo, el racismo europeo ha sufrido profundas divisiones por razones lingüísticas, históricas, políticas, nacionales y culturales. Así pues, aunque existía un racismo y una discriminación que podían llegar a ser muy sistemáticos (como en el caso del acceso la vivienda o la segregación laboral), éstos se manifestaban de manera informal y extraoficial, y no contaban con la aprobación del Estado ni del “pueblo”, y mucho menos de “Europa”. Hoy en día, sin embargo, vemos que la dinámica del racismo en Europa occidental está cambiando: se justifica menos en términos estrictamente raciales, pero está impregnando cada vez más a las instituciones.

Esta situación se ha visto alimentada por una determinada forma de entender la cultura. Mientras que el racismo es ilegal, el culturalismo no.[6] Esto marca la diferencia. Para empezar, dicho culturalismo se apoya en las ideologías europeas desarrolladas en un principio para, precisamente, hacer de Europa un territorio multinacional y metanacional. La Unión Europea prometió a los países miembros que a cambio de renunciar a algunos elementos de la soberanía del Estado, éstos conservarían su “identidad nacional”. Estado y nación quedaron separados de manera selectiva, de modo que el gran experimento europeo a nivel económico, jurídico, político y humanitario no sería tal en el aspecto cultural y nacional. Cultura y nación se conservarían intactas e indemnes, libres para seguir siendo pequeñas cápsulas territoriales. Los estados europeos podrían beneficiarse del intercambio económico global, conservando al mismo tiempo su “pureza cultural”.

Este modelo a largo plazo de burbujas culturales cuidadosamente aisladas se ha visto acompañado de una tremenda miopía histórica: mientras que el Holocausto ha sido considerado cada vez más como un acontecimiento traumático para toda la Europa occidental –una herencia compartida sobre la cual construir un proyecto moral común–, el colonialismo se ha enfocado de manera opuesta. A pesar de que, en su momento, el 85% del mundo estuvo bajo dominio europeo –afectando a la economía, la ideología, la política y la cultura de todos los europeos y no europeos–, el colonialismo se ha visto como una cuestión de carácter puramente nacional que debe ser tratada de manera individual, pues cada nación o Estado puede valorarlo en un momento dado como algo positivo.[7] Una de las principales visiones distorsionadas es que, hoy por hoy, se piensa que la mayoría de los inmigrantes no europeos entran en contacto por primera vez con la cultura de Europa al llegar a este continente y que traen con ellos una cultura extraña que no se ha visto afectada por décadas y siglos de control e influencia europeos. Es como si Europa nunca hubiera ejercido ninguna influencia cultural en el mundo, sino solo económica y militar, mientras que las propias culturas europeas de algún modo habrían permanecido intactas como por arte de magia.

Este enfoque hace que la inmigración sea vista como un choque cultural de carácter casi apocalíptico y sin precedentes que amenaza con desgarrar al continente europeo y a sus gentes. Así, mientras que el Holocausto une a Europa y afianza la proyección de sí misma en el mundo a través de su ideal universalista de los derechos humanos, la narrativa del colonialismo depende de los distintos estados nacionales y sigue siendo irrelevante tanto para la sensibilidad moral oficial como para el proyecto europeo en su conjunto. Por lo tanto, el colonialismo es “historizado” en el peor sentido de la palabra, siendo considerado tan distante en el espacio y el tiempo como para suponer que quienes llegan desde orillas lejanas traen consigo culturas y visiones del mundo alejadas tanto de nuestra historia europea como de nuestro presente. Nada podría estar más alejado de la realidad.

A pesar de todo, esta situación no ha creado las condiciones para un renacimiento del viejo racismo y fascismo europeos, pues estos siguen estando en gran media desacreditados y limitados en lo que respecta a sus manifestaciones públicas. Sin embargo, sí ha dejado la puerta abierta para que los populistas de la Europa continental puedan importar formas de cultura política desarrolladas fuera del continente. La ideología que sustenta la política islamófoba europea de hoy en día basa en gran medida su lógica y sus estrategias en argumentos políticos importados de Gran Bretaña y Estados Unidos. Se trata de una política que promueve la “justa indignación moral” y exige que el Estado reconozca y proteja los derechos sociales y culturales de aquellos grupos de ciudadanos nativos injustamente marginados e ignorados. Este estilo político pretende desplegar a nivel público una imagen de autenticidad, veracidad e indignación. Es importante señalar que la minoría cuya identidad dicen defender los populistas europeos es a su vez la misma cultura nacional que se describe a sí misma como “mayoritaria”. Según este argumento, la élite política cosmopolita habría olvidado y marginado injustamente a dicha cultura mayoritaria, desde el mismo momento en que esta se ha visto amenazada por una “cultura islámica” mundial mucho mayor. La necesidad de reafirmar el dominio de la cultura nacional se basa en la premisa de que dicha cultura ocupa un estatus minoritario a nivel mundial. En este sentido, la islamofobia populista es una ideología política nacionalista que pretende hacer de cada país europeo un bantustán autoimpuesto.[8]

En consecuencia, los conceptos clave desplegados por los islamófobos no son de origen europeo, sino que provienen en gran medida de quienes defienden y justifican las pretensiones estadounidenses de dominio sobre Oriente Medio tras la Guerra Fría.[9] Entre ellos podemos incluir a Samuel Huntington y su “choque de civilizaciones”,[10] Bernard Lewis (atraso, ira y falta de modernización de los musulmanes), Bat Ye’or (Eurabia, dhimmitud),[11] Malise Ruthven (islamofascismo) y una coalición de neoconservadores de Washington y nacionalistas israelíes de derechas como Benjamín Netanyahu, quien a principios de la década de 1990 desarrolló con bastante éxito el argumento de que el terrorismo islámico representa la principal amenaza para la democracia occidental, que es necesario una Guerra Fría contra el Islam, y que los islamistas son totalitarios y fascistas.

¿Cómo actúa esta nueva forma de intolerancia?

Algunos grupos islamófobos europeos son abiertamente racistas, como la Liga Sur francesa o la Liga Norte italiana. En términos generales, podemos encontrar claros elementos racistas en la propaganda y la retórica de los movimientos antiislámicos del norte y el este de Europa. Allí, los inmigrantes son caricaturizados y convertidos en chivo expiatorio, mientras se considera que grupos étnicos enteros poseen tendencias criminales y que son cualquier cosa menos normales, íntegros y trabajadores. Wilders, por ejemplo, habla de “terroristas callejeros marroquíes”, y su partido propone crear milicias callejeras; los Demócratas de Suecia encargaron un spot publicitario en el que se muestra a una mujer con burka acosando a un anciano jubilado; Lars Hedegaard, presidente de la Sociedad Internacional de la Prensa Libre de Dinamarca, afirma que los hombres musulmanes permiten con frecuencia que sus hijas sean violadas por miembros de la familia, mientras que numerosas páginas web escandinavas han inundado internet con relatos sobre “pandillas de violadores islámicos”. Por su parte, René Stadtkewitz, presidente del nuevo Partido de la Libertad alemán, argumenta que es imposible integrar a los musulmanes (turcos y árabes), sin provocar importantes daños en la cultura judeocristiana de la sociedad alemana. 

A pesar de este racismo agresivo, están muy equivocados quienes piensan que esta islamofobia es, en primer lugar y por encima de todo, resultado del racismo europeo clásico o de un fascismo resurgido. La principal innovación de estos movimientos, particularmente en el norte de Europa, es que han conseguido desvincular la islamofobia del racismo, de modo que hoy en día es muy posible que alguien pueda mostrarse contrario a los musulmanes, y a la vez defender que es antirracista. Cuando el populista islamófobo holandés Pim Fortuyn fue acusado de racismo, lo negó con vehemencia. Afirmó que él no era como Jörg Haider o Le Pen, para añadir después –y esto sí que resultó más creíble– cuánto le gustaba acostarse con jóvenes marroquíes. La referencia explícita a su homosexualidad estaba destinada a provocar y escandalizar, pero también, indirectamente, implicaba algo más: que para Fortuyn, el sexo eliminaba las diferencias religiosas y culturales –siempre y cuando, claro está, él ocupara una posición dominante. Si los musulmanes se limitaran a dejarse llevar, todo estaría bien.

Para el provocador profesional holandés Theo van Gogh –quien una vez acusó a una profesora judía de haber tenido sueños eróticos con Mengele–, el medio de expresión era el cine. Aunque ha sido con mucho el más obsceno de los islamófobos holandeses –entre otras cosas, llamó a los musulmanes “folladores de cabras” y “proxenetas de Alá”–, también fue el primer holandés en dirigir una película con jóvenes delincuentes marroquíes y el primero en mostrar en la pantalla los violentos prejuicios que asolan las relaciones de pareja entre miembros de distinta raza o religión (Najib and Julia, 2002). Ignorante y con prejuicios, y como Fortuyn, perversamente capaz de incorporar con éxito esa ignorancia a la ideología antiislámica, van Gogh no estaba preocupado por la raza o la etnia como tales, sino más bien por la diferencia que él percibía entre una cultura laica de liberación sexual, igualdad social, disidencia e irreverencia ideológica, frente a otra de dogmatismo religioso, jerarquías sociales, absolutismo y ascetismo. Este punto de vista compartido fue el que cimentó la alianza entre van Gogh y la islamófoba holandesa de origen somalí Ayaan Hirsi Ali, lo cual condujo a que produjeran juntos la película Submission (Sumisión).

Pero Fortuyn y van Gogh[12] no son los únicos ejemplos. En muchos países, sobre todo en los del norte de Europa, el éxito creciente de los islamófobos en los últimos años ha dependido en gran medida de su activo rechazo del racismo y de su capacidad para reinventarse a sí mismos como antirracistas: el Partido de la Libertad de Stadtkewitz exige expresamente a sus posibles militantes una declaración jurada de que no son miembros de ninguna organización nazi, los Demócratas de Suecia también han limpiado el partido de militantes nazis y Geert Wilders es bastante contundente a la hora de rechazar cualquier indicio de discriminación racial. Todos ellos insisten en que no son racistas, al estilo de Stephen Gash, cofundador de Stop Islamisation of Europe (Detener la islamización de Europa), quien ha adoptado el siguiente lema: “el racismo es la forma más baja de estupidez humana, pero la islamofobia es la forma más elevada de sentido común.” Esta postura consigue también aliviar la posible mala conciencia de los votantes recelosos, cuestiona la autoridad moral de quienes acusan de racismo a los islamófobos y a la vez permite establecer alianzas estratégicas muy importantes con una serie de agresivos críticos del Islam que son ellos mismos inmigrantes pertenecientes a alguna minoría étnica, tales como Bassam Tibi, Magdi Allam, Ibn Warraq, Seyran Ates, Fadela Amara, Arzu Toker o Nyamko Sabuni, entre otros.

Así pues, la islamofobia pasa a ser una forma de discriminación que carece de credenciales. Es decir, la agresión social y verbal contra el Islam no parece ser reconocida ni por nuestra legislación ni por nuestra jurisprudencia. En toda Europa existen leyes contra la incitación al odio, el racismo, el antisemitismo y contra la difamación a colectivos, minorías y –aunque resulte contradictorio– religiones. La formulación concreta de dichas leyes varía de un país a otro, pero en general podemos decir que existe una poderosa infraestructura para combatir la discriminación de muchas formas diferentes. Así pues, la paradoja es que, una y otra vez, en gran parte de Europa, cuando esta infraestructura se pone en marcha para combatir la islamofobia, aumenta de hecho la popularidad de los islamófobos, en lugar de disminuir. A partir de ese momento, se acusa inmediatamente a la legislación antidiscriminatoria de asestar un golpe inaceptable contra la libertad de expresión y de silenciar cualquier forma de pensamiento crítico. En otras palabras, no se percibe que los musulmanes deban ser protegidos por el Estado en la esfera pública. Este enfoque liberalista del discurso público se ve respaldado en este caso por la promesa de la Unión Europea de que los países de Europa tienen todo el derecho a esperar que sus culturas nacionales se mantengan sin cambios en el futuro.

¿Cuáles son las alternativas? 

Pensando en términos estratégicos, existen varias alternativas posibles para afrontar esta situación. La primera consistiría en desarrollar partidos políticos islámicos europeos que fuesen capaces de oponerse a los partidos islamófobos, en nombre de la identidad nacional, las tradiciones y las aspiraciones democráticas de sus respectivos países. Esto requeriría que los políticos musulmanes fueran capaces de derrotar a los islamófobos en el terreno de éstos, es decir, articulando un discurso convincente en nombre de sus propias naciones y estados europeos. Sin embargo, aunque poco a poco estamos presenciando la entrada de musulmanes en el escenario político europeo, aún están lejos de representar una fuerza política significativa, por no hablar de un movimiento a nivel continental.

La segunda alternativa sería eliminar toda la legislación contraria al discurso discriminatorio y permitir cualquier manifestación pública al respecto, tal y como muchos parecen desear. En la actualidad, si se optara por esta vía, los islamófobos estarían en condiciones de tomar ventaja, en unas circunstancias que juegan en gran medida a su favor, y podrían actuar con libertad para caricaturizar y expresar públicamente su crítica hacia los musulmanes, el Islam y el mundo islámico, mientras que los musulmanes tendrían un acceso muy limitado tanto al ámbito público como político para criticar libremente a Occidente, el Cristianismo o el Judaísmo. A pesar de lo popular que resultan los llamamientos a la “libertad de expresión” en la Europa actual, los políticos y los jueces se han mostrado poco dispuestos a abandonar la legislación existente contra la incitación al odio. Por ejemplo, en base a dicha legislación, la Liga Árabe Europea de Holanda fue multada por racismo, cuando, tras la polémica de las caricaturas danesas,[13] publicó en su página web una caricatura donde se dudada acerca del número real de judíos asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. El caso del historiador británico David Irving, quien fue encarcelado en Austria por negar el Holocausto, es sin duda bien conocido. Asimismo, los políticos europeos defienden el derecho a expulsar a los imames que critiquen a Occidente en sus sermones, y en algunos países los han expulsado de hecho. Mientras que muchos legisladores y jueces son cada vez más reacios a procesar a quienes hacen comentarios llenos de odio contra el Islam o los inmigrantes musulmanes, simplemente por miedo a incrementar el apoyo y la influencia de los islamófobos, las autoridades siguen castigando con rigor otras formas de racismo, sobre todo las relacionadas con el Holocausto.

Ambos escenarios subrayan por encima de todo lo difícil que le resulta a Europa aceptar a los musulmanes como una parte natural de su paisaje cultural, social y moral. Esta resistencia frente al Islam y los musulmanes se expresa con mayor claridad, no tanto en el caso de los populistas europeos como en el de los progresistas mismos. Esto no supone negar que muchas élites culturales y partidos políticos consolidados se hayan sentido horrorizados por el éxito creciente de los islamófobos. En respuesta, suele observarse una de estas dos estrategias en los diferentes países europeos: el apaciguamiento, en el que parte de la retórica islamófoba es asumida, contemporizando con algunas de sus posturas, o la exclusión sin ambages por parte de la clase dirigente. Ninguna de ellas, sin embargo, ha funcionado a largo plazo. Wilders sigue ganando popularidad a costa de los partidos políticos holandeses tradicionales, a pesar de la política de apaciguamiento y cooperación practicada por éstos. Hasta tal punto es así que muy bien podría ganar la mayoría si se celebrasen elecciones en la actualidad.[14] Entretanto, la negativa a que los Demócratas de Suecia participen en debates o a emitir por televisión algunos de sus anuncios publicitarios no ha evitado que este partido político siga creciendo, al igual que ocurrió hace algunos años con el partido belga Vlaams Belang.[15] Del mismo modo, el rápido castigo infligido a Sarrazin por la banca y la élite política alemanas solo sirvió para que su libro subiera aún más en la lista de ventas, a la vez que aumentaba su credibilidad política.

Sea cual sea la estrategia, el hecho realmente significativo es lo poco habitual que resulta oír decir a los políticos de Europa occidental que los musulmanes creyentes y practicantes son miembros de nuestra comunidad nacional, que son “de los nuestros”, o que forman parte de “mis electores” o de “mi pueblo”. La principal paradoja es que, si bien la élite progresista ya consolidada en la Europa continental se opone de plano a la discriminación verbal o institucional –hasta el punto de que muchos la ven como una grave violación de sus más profundos valores personales y nacionales–, muchos de ellos no están demasiado dispuestos a dejar de considerar al Islam y a los inmigrantes musulmanes como atrasados en un sentido u otro. Muy pocos confían en que los musulmanes practicantes puedan liderar su propia integración y aculturación en Europa, tan fuerte es la convicción de que debe ser un europeo quien lidere a “los pobres e ignorantes”, esas masas que se apelotonan para poder acceder a nuestra sociedad.

Los islamófobos encuentran cada vez menos resistencia frente a sus intentos de retratar el Islam como algo ajeno y extraño, excepto unas pocas personas aquí y allá a las que se acusa directamente de “mimar a los musulmanes”. Al final, tanto a la élite política y cultural de los países de Europa occidental como a los islamófobos populistas que amenazan con derribar a dicha élite de su trono les resulta igual de difícil aceptar plenamente a los musulmanes como iguales. La élite y los populistas comparten la opinión de que el Islam es algo ajeno y extraño; solo dicen discrepar en cómo actuar al respecto. Y mientras ellos se muestran de acuerdo –en su conducta incluso más que en sus palabras–, la situación no hace más que empeorar.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA 

- Hichem Djaït, Europa y el Islam, Libertarias, Madrid, 1990.

- Montserrat Abumalham, Comunidades islámicas en Europa, Trotta, Madrid, 1995.

- Jack Goody, El Islam en Europa, Gedisa, Barcelona, 2005.

- Olivier Roy, El Islam en Europa, Univ. Complutense, Madrid, 2006.

- Nilüfer Göle, Interpenetraciones: el Islam y Europa, Bellaterra, Barcelona, 2007.

- Rocío Lardinois de la Torre, El Islam, una oportunidad para Europa, Icaria, Barcelona, 2008.

- Sami Naïr, La Europa mestiza, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010.

- Fernando Bravo López, En casa ajena: Bases intelectuales del antisemitismo y la islamofobia, Bellaterra, Barcelona, 2012.



[1] Traducción, extracto y adaptación actualizada del artículo “The Success of Islamophobia”, publicado en Opendemocracy el 30 de septiembre de 2010. Versión en castellano publicada en la revista online Alif Nûn nº 103, abril de 2012. Todas las notas son de la Redacción de Alif Nûn.

[2] La autora ha trabajado en el Departamento de Historia de la Universidad de Ámsterdam y en el de Estudios Culturales de la Universidad de Tilburgo. Actualmente es Directora de Educación en el Centro Utrecht para Desafíos Globales (UGlobe) y Embajadora de Participación Comunitaria en el University College de Utrecht. En 2021, fue  Urban Fellow en el Instituto Neerlandés de Estudios Avanzados. De 2014 a 2019, fue Directora del programa de Licenciatura en Estudios Estadounidenses en la Universidad Radboud de Nimega (Países Bajos) y, de 2020 a 2024, Presidenta de la Asociación Neerlandesa de Estudios Estadounidenses (NASA). Su trabajo se centra en la diversidad religiosa y la relación de ésta con la globalización, el multiculturalismo y la democracia laica.

[3] Los datos que ofrece el autor son de 2010. El porcentaje de voto de los Demócratas de Suecia en las últimas elecciones al parlamento sueco en 2022 fue del 20,5%, alcanzando los setenta y tres diputados.

[4] En las elecciones legislativas danesas de 2007 obtuvo veinticinco escaños y el 13,8% de los votos, siendo el tercer partido más votado. Desde entonces ha sufrido un claro descenso en popularidad e intención de voto, pasando a menos del 3% de los votos y 5 escaños en las elecciones de 2022.

[5] Para más información, véase Patrick Haenni, Los minaretes de la discordia, Icaria, Barcelona, 2011.

[6] “El culturalismo es un modo de pensamiento fundado en la afirmación de que cada ‘cultura’ se caracteriza por algunas ‘especificidades’ que tienen la naturaleza de invariantes transhistóricas. Aunque encuentren su expresión en diversas esferas de la vida social –como las creencias religiosas o las características nacionales–, las invariantes invocadas operarían como los ‘genes’ en la ideología racista, a los que también se les confiere poderes de transmisión transhistórica. El culturalismo se niega a tomar seriamente en consideración la evolución y el cambio que marcan todos los aspectos de la vida social y cultural, incluso aquellos que han sido revestidos de un carácter sagrado.” Samir Amin, Más allá del capitalismo senil: por un siglo XXI no norteamericano, El Viejo Topo, Barcelona, 2003.

[7] El Estado francés, por ejemplo, promulgó la ley sobre el colonialismo del 23 de febrero 2005, que en su artículo 4 exige que los profesores de historia de los institutos y colegios franceses muestren a sus alumnos “el papel positivo de la presencia francesa en ultramar, particularmente en el norte de África”.

[8] Debe recordarse que los bantustanes o “territorios autónomos” creados por el gobierno racista de Sudáfrica para aislar a la población negra fueron en gran medida justificados con el argumento de que protegían las particularidades culturales de blancos y de negros por igual.

[9] Para más información, véase Samir Amin, “El imperialismo de Estados Unidos en Oriente Medio”, revista Alif Nûn nº 80, marzo de 2010.

[10] Para una visión crítica sobre el choque de civilizaciones, véase Edward Said, “El mito del choque de civilizaciones”, revista Alif Nûn nº 79, febrero de 2010.

[11] Eurabia es un neologismo creado en el contexto de una teoría conspirativa geopolítica que augura una Europa en la que la cultura dominante ya no será europea, sino islámica, y en la que la inmigración habrá multiplicado el número de adeptos musulmanes. Por su parte, dhimmitud es otro neologismo que denota una supuesta actitud de concesión, sometimiento y apaciguamiento hacia las exigencias de los musulmanes. Proviene del vocablo árabe dhimmi, que significa “protegido” y se refiere al estatus que poseían las comunidades no musulmanes bajo gobierno islámico.

[12] Tanto Pim Fortuyn como Theo van Gogh fueron asesinados. El primero murió tiroteado en 2002 por Volkert van der Graaf, un ecologista holandés que durante su juicio justificó su acción acusando a Fortuyn de usar a los musulmanes como chivo expiatorio. Van Gogh, por su parte, murió asesinado en 2004 a manos de Mohammed Bouyeri, un islamista holandés de origen marroquí que le disparó cuando paseaba en bicicleta.

[13] Desde finales de 2005, las llamadas “caricaturas de Mahoma” se convirtieron en el centro de una importante controversia social y política, luego de que el 30 de septiembre del mismo año se publicaran doce caricaturas satíricas en torno a la figura del profeta Muhammad. En una de ellas se dibujó al Profeta con una bomba escondida dentro de su turbante. Los dibujos fueron impresos por el periódico danés de derechas Jyllands-Posten. Para un análisis crítico de este asunto, véase Shireen M. Mazari, “Multiculturalismo e Islam en Europa”, revista Alif Nûn nº 96, septiembre de 2011.

[14] De hecho, en las elecciones legislativas en los Países Bajos de 2023, el Partido de la Libertad (Partij voor de Vrijheid – PVV), fundado por Geert Wilders, quedó en primer lugar con treinta y siete escaños y el 23,5% de los votos.

[15] El Vlaams Belang (Interés Flamenco) tiene treinta y un diputados en el Parlamento Flamenco y un porcentaje de voto de casi el 23% en las elecciones de 2024.

Antes de la caída de los regímenes comunistas, el Islam y los musulmanes no representaban ninguna amenaza y casi nadie hablaba de la “marea ...